domingo, 30 de diciembre de 2007

Los últimos bocados de rata

Julito Cortines García era de los pocos hombres del pueblo que, de vez en vez, aún se comían alguna rata guisada cuando las había en la taberna del Croadio. Y lo hacía con mucho gusto, cierta ansiedad y no poca satisfacción. El inusitado placer se reforzaba con la obligada compañía del blanquísimo pan candeal de Castilla la Vieja y del cuartillo de clarete de la bodega del Olegario. Un día, teniendo yo 11 años, todavía le oí decir que de siempre le gustaban, que ya las tomaba de chico y que estaba hecho a ellas; y también le oí ponderar las que hacía la Felisa, la mujer del Croadio, que iban sofritas primero, guisadas después y llevadas a la mesa con abundancia de salsa picante.

El Julito debía de tener experiencia en el asunto, pues afirmaba todo serio que -para la cazuela- los machos eran mucho mejores que las hembras. Después de decir esto, esperaba unos segundos, sonreía socarronamente enseñando unos dientes negros y desiguales, y remataba: «Como para casi todo».

En la vieja taberna, para que nadie pusiera el grito en el cielo cuando hablaban entre ellos de ese peculiar plato, los parroquianos más asiduos le decían «faisán» al guiso de rata de agua, de modo que el Julito, a veces, entraba sudoroso después de la faena y preguntaba a gritos y sin el menor reparo: «Croadio ¿tienes hoy faisán?» y todos se entendían divinamente y nadie se rasgaba las vestiduras.

Lo que ya no hacía el Croadio era escribirlo en la pizarra, porque años atrás, al poco de ocurrírseles lo de «faisán», lo solía anunciar con ese nombre junto con otras ofertas culinarias de la taberna, (entre la «ensalada mixta» y el «hígado encebollado», porque el Croadio era muy respetuoso con el orden del abc), y un día llegó un forastero con su mujer, ambos con la intención de comer algo, y el hombre, con toda lógica y no menos seriedad, tras mirar la pizarra, pidió un par de raciones de faisán, pájaro que jamás había sido visto por la zona y del que el Croadio no sabía absolutamente nada.

El tabernero se vio en un aprieto. Le sabía mal decirle que en realidad se trataba de ratas del arroyo, cazadas artesanalmente, bien limpias y mejor guisadas, pero ratas al fin; aunque peor le sabía engañarle y darle gato por liebre, o -en este caso- rata por faisán.

No puede decirse que el Croadio fuera un lince, pero destellos sí que tenía; de modo que con la misma seriedad que el forastero, casi de inmediato y sin pestañear, respondió con tono lastimero:

-Lo siento mucho, señores, pero acabamos de servir la última ración. No he tenido ni tiempo de borrarlo de la pizarra. Ya disculparán ustedes...

Desde entonces, lo de «faisán» quedó sólo para hablarlo o, como decía Félix el sacristán, que era un poco redicho, «era un asunto exclusivamente verbal». Y como a todo hay quien gane, Higinio, el practicante, que además de redicho estaba influenciado por su profesión, apostillaba: «Esto del faisán es sólo para uso oral», o sea, como los comprimidos o las cápsulas.

Con el tiempo, el Sátur, el primo del Croadio por parte de madre, que era quien cazaba las ratas, enfermó de cuidado y dejó de suministrar la materia prima a la taberna, que tuvo así que reducir su oferta de carnes finas. Nadie quiso sustituir al Sátur en su antiguo pero poco lucrativo oficio, de modo que la viuda vendió las artes de caza que usaba, o sea, el pincho y la red, a un cazador de conejos con «bicho», que es como llaman en Castilla al hurón.

Julito, que para entonces ya era viejo, (aunque en el pueblo le seguían llamando Julito), pedía una ración de conejo, mientras decía por lo bajo, recordando el «faisán»:

-A falta de pan, buenas son tortas. Es lo que más se le parece. Todos los oficios se van perdiendo; no sé adónde iremos a parar.

Publicado en "La Nueva España" el 30 de Diciembre de 2007.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Ursicinio

A Ursicinio lo conocí siendo yo niño, de diez o doce años, más o menos. Todo empezó una mañana cuando mi madre dijo que habría que buscar un pequeño transportista para llevar una habitación, o sea cama, armario y cómoda, a casa de mis abuelos. Después añadió dirigiéndose a mí: “podrías preguntar al portero, ¿verdad?”

Eso hice. El portero miró en una libreta, pero no me dio un teléfono, como sucedería ahora, sino una dirección. Había pocos teléfonos entonces en Oviedo, que solíamos recordar con facilidad, pues ellos tenían sólo cuatro cifras y nosotros mejor memoria. Fui al sitio indicado, llamé a la puerta y me abrió una señora mayor:

- Ursicinio no está, pero viene enseguida ¿dónde tiene que ir?

Le di nuestra dirección, en Santa Susana y volví a casa. Al poco tiempo llamaron a la puerta. Abrí yo mismo, seguido de la criada que se llamaba Zulima.

- “Soy Ursicinio, el carretonero, ¿qué hay que llevar?”

Los dos miramos al hombrón que estaba en el dintel. Tendría treinta y pocos años y era alto y robusto, con un tórax como el de un gorila. Un aspecto muy apropiado para su oficio. Pero inmediatamente, tanto Zulima como yo nos fijamos en que la manga derecha de su camisa colgaba suelta, sin nada dentro. Nos quedamos sobrecogidos por la sorpresa. Creo que ninguno de los dos, yo por mi niñez y Zulima porque acababa de llegar de un pueblo de Zamora y era muy joven, habíamos visto eso jamás. El hombre, quizá por desequilibrio, adoptaba una actitud como de cierta inclinación de su tronco hacia el lado sano, que resaltaba más la ausencia del miembro. Yo me repuse enseguida y contesté: “Es una cama, un armario y otro mueble”, pero Zulima no podía apartar la vista de la manga larga y vacía que pendía inerte, vertical, ostentosa, del hombro derecho de Ursicinio.

- ¿Puedo pasar a verlo?
- Claro

Ursicinio examinó muy profesionalmente los muebles. Zulima tenía la vista tan fija en la manquedad del transportista y transparentaba tal desconcierto en su cara que el hombre le preguntó:

- ¿Qué? Te llama la atención, ¿eh? ¿Nunca viste un manco tan manco, verdad?
- Bueno…creo que no
- Pero me arreglo bien, ¿no te parece?
- Sí, sí señor, sí muy… muy bien…

Efectivamente, el fornido operario ya estaba desarmando la cama y el armario con bastante soltura, aunque dada su carencia, era muy obvio que, para trabajar cómodamente, necesitaba que le sujetasen algunas de las piezas, por lo que enseguida me ofrecí voluntario:

- ¿Puedo ayudarle?
- Claro, chico, no faltaba más. Agradecido, ¿Cómo te llamas?

Allí empezó nuestra breve amistad. Le ayudé en lo que pude y me sentí importante, pues al faltarle al hombre una mano le resultaba muy útil la que yo le echaba. No era como otras veces, que simplemente me decían “tráeme el martillo” o “alcánzame la cajetilla”. Ese día veía claramente que mi contribución era fundamental.
Zulima no se marchaba. Miraba cómo se desenvolvía el proceso con una curiosidad incontenible, rayana en el descaro, que creo me molestaba más a mí que al propio Ursicinio.

Una vez que estuvieron los muebles desarmados el carretonero empezó a bajarlos. Ahí sí que demostró toda la fortaleza que aparentaba. Con su brazo sano cargaba medio armario, ante la sorpresa y la ya impertinente mirada de Zulima, que tan pronto se fijaba en la manga colgante como en la buena planta y la gallardía del operario. Estaba tan pendiente de él y de la ausencia de su brazo, que de nuevo Ursicinio la miró de frente y le dijo:

- Creías que iba a echar la mañana para cargar, ¿eh? Pero ya ves que tengo yo más fuerza en este brazo que la mayoría de la gente en los dos. ¿No te parece?

Esta vez la chica sonrió mientras asentía. Ursicinio se sintió ufano. Zulima era monilla y no había duda de que estaba muy impresionada.

Durante el resto del tiempo, mientras duró la carga, hablaron como cotorras. La chica cambió su asombro inicial por un refrenado interés y una expresa simpatía hacia el fuerte manco, y a su modo le contó parte de su vida. El hombre, correspondiendo, dio detalles acerca de cómo había perdido el brazo, mientras bajaba los muebles y los metía en el carretón: “yo era sólo un muchacho, pero en la guerra estuve en el frente, en Teruel. Aquello sí que era frío. Una noche estuvimos a treinta grados bajo cero”.

- ¿Tú sabes qué significa eso?
- No, no lo sé
- ¿Y tú?
- Sí, creo que sí, dije yo
- Claro, ahora los chicos estudian. No es como antes, que nos metían a trabajar ya de niños…

“Bueno, pues una noche, con ese frío, después de cuatro horas de combate en la trinchera, hubo muchas congelaciones, sobre todo de manos y pies. Yo tenía en la izquierda un guante, pero en la derecha, para cargar, amartillar y apretar el gatillo no podía poner el otro. Además el brazo izquierdo lo tenía pegado al cuerpo, entre el pecho y el saco de tierra, pero el derecho estaba algo separado, para poder apuntar y disparar, ya sabes. Si no disparas, llega el enemigo y te liquida, de modo que estábamos entre la espada y la pared.”

Zulima estaba pasmada, estupefacta, escuchaba con los ojos como platos y la boca entreabierta. Ursicinio la tenía verdaderamente impresionada.

“Por la mañana casi todos teníamos algo congelado. Yo la mano derecha. Un listo me arrimó un cigarrillo para calentarme, pero como no sentía nada, me quemó por varios sitios. Por ahí me entró la gangrena, por las quemaduras. En las trincheras ya se sabe… El brazo se hinchó y se puso negro como una morcilla. Me llevaron al hospitalillo de campaña con el brazo gangrenado. Me veía morir. Hubo que cortar por lo sano, y menos mal que encontré quien lo hiciera. Un amigo, Lisardo, que estaba como yo, se murió en la cola para entrar al quirófano cuando ya sólo tenía a tres por delante. En el fondo tuve suerte, aunque me quedé sin brazo.”

Llevó Ursicinio la carga a casa de mis abuelos y después volvió para cobrar. Mi madre solía dar buenas propinas a los trabajadores manuales que respondían, y esta vez también lo hizo. Ursicinio, con cara de satisfacción, me alargó un duro:

- Esto por todo lo que me ayudaste
Yo miré para mi madre sin saber que hacer; ella hizo un leve gesto de asentimiento casi imperceptible y entonces cogí el billete de cinco pesetas.
- Muchas gracias

No volví a ver a Ursicinio hasta que se casó con Zulima. Me invitaron a la boda y para allá me fui con un buen regalo. Me sorprendió mucho ver que mi antiguo amigo tenía un brazo nuevo que le hacía mucho servicio: cuando avanzaba ligeramente el hombro se doblaba el antebrazo, lo que le permitía sostener objetos; y la mano, que también se movía algo, parecía talmente de verdad. Un invitado, amigo del novio, cuando se lo hice notar, me informó de que el brazo había llegado de Alemania un par de días antes, justo para la boda.

Publicado en "La Nueva España" el 23 de Diciembre de 2007.