lunes, 29 de octubre de 2007

Remigio

Remigio era un tipo bajito, delgado y renegrido que había venido de un pueblo de la provincia de Valladolid a trabajar a Asturias en los años de escasez de la posguerra. Venía huyendo del hambre, y cayó en el negocio de mi abuelo, donde empezó como recadero pues no sabía hacer nada en especial. Yo era entonces un niño, y me lo encontraba a menudo por la calle, siempre sonriente, amable y conduciendo con enorme habilidad un carretillo de mano, habitualmente bien cargado de mercancía. Andaría por los sesenta, pero era cenceño, fibroso y enjuto, por lo que tenía más fuerza de la que aparentaba y era capaz de llevar enormes y pesados paquetes en su carretillo, cargándolos y descargándolos con sorprendente soltura, pues algunos eran de más peso y volumen que él mismo.

La vida de Remigio tenía algunos aspectos curiosos, extraños, enigmáticos, que nadie se explicaba fácilmente. Por ejemplo su domicilio. Ni sus compañeros de trabajo, ni siquiera mi abuelo -por el que sentía mucho respeto por haberle dado trabajo-, tenían la menor idea de dónde vivía. Nadie sabía el lugar en el que Remigio pasaba las noches. Él llegaba todas las mañanas puntual, a las ocho de la mañana. Se ponía el mono azul, que quizás en algún tiempo estuvo limpio, cogía el carretillo y empezaba la faena. Cuando alguien le preguntaba dónde pasaba las noches, respondía con sonrisa pícara:

-Unos días con una, otros con otra, ya sabes…

La curiosidad era tanta que algunos compañeros jóvenes decidieron seguirle y espiarle. Sólo supieron que al menos alguna noche paraba en una casa de la calle Salsipuedes, en un local antiguo y ruinoso que tenían alquilado varios semivagabundos. Allí disponía de un catre para dormir y de un armario para guardar su raída ropa y sus escasas pertenencias. Otras noches parecía esfumarse, pero a las ocho de la mañana no fallaba nunca a la puerta de la empresa. Era tan asiduo y tan puntual que mi abuelo le dio unas llaves para que fuera Remigio quien abriera si él se retrasaba, estaba de viaje o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo.

Solía comer y cenar en la Cocina Económica, que era donde se le podía encontrar, o dejar recados, si se le necesitaba fuera del horario de trabajo. Se decía que andaba enamoriscado de una de las monjas que allí atendían.

Enigma eran también sus apellidos, que decía desconocer.

-Con Remigio ya me vale. No necesito más. Si me llamara Juan, como tú, necesitaría apellidos, pero con este nombre no me hacen falta.

Lo de los apellidos debía de ser cierto, pues cuando la empresa creció y contrataron a un contable para hacer las nóminas, Remigio seguía en sus trece.

-¿Cómo se apellida Vd. Remigio?

-De eso no gasto. No lo necesito.

-Pero yo sí que necesito los apellidos y el número del carné de identidad para poder pagarle. Hay que ponerlo en nómina, hacerle la cartilla de la Seguridad Social, etcétera.

-Hasta ahora el patrón siempre me ha pagado puntualmente sin nada de eso. No tengo ni apellidos ni carné.

-Pues tiene Vd. que sacarlo. Tendrá que ir al Registro Civil de su pueblo y…

-En mi pueblo no había nada de eso que Vd. dice, eran cuatro casas, y lo poco que había en otro cercano se quemó cuando la guerra.

El asunto del pago tuvo que arreglarlo directamente mi abuelo. Remigio siguió cobrando cada semana, pero también siguió sin carné, sin apellidos y sin partida de nacimiento. Oficialmente no existía.

Con el desarrollo económico de los sesenta la empresa se trasladó a las afueras de la ciudad, creció mucho en todos los sentidos y el carretillo fue sustituido por una furgoneta y dos motocarros. Remigio era ya muy mayor para aprender a manejarlos, el tráfico le agobiaba y además no podía sacar el carné de conducir por carecer del de identidad. Pero no por eso disminuyó su responsabilidad en la empresa, pues al haber sido durante años la persona que entregaba las mercancías por el centro de Oviedo, solía ser también la que iba a cobrar las facturas y asimismo la que frecuentaba los bancos para sacar el dinero de las nóminas, que se pagaban semanalmente en efectivo. Durante muchos lustros Remigio había transportado grandes sumas de dinero en su grasiento mono, que un día fue azul, tanto provenientes del cobro de facturas, a veces millonarias, como las destinadas a las nóminas, de igual o mayor cuantía, y jamás de los jamases había faltado una sola peseta, ni por extravío, ni por error ni por ningún otro motivo. Remigio tenía pues toda la confianza de mi abuelo, por lo que, siendo el recadero ya viejo, seguía yendo -ahora sin carretillo- a hacer las gestiones en los bancos y muy especialmente a cobrar las facturas difíciles, tarea en la que había mostrado una tenacidad y una eficacia admirables.

Pero mi abuelo enfermó y después se murió, y Remigio, que tenía más de setenta años, perdió a su patrono. El contable, cumpliendo las normas vigentes, quiso jubilarle de inmediato, pero le resultó imposible. Remigio oficialmente no existía. No había nada que hacer.

Menos mal que el nuevo patrono, también de la familia, seguía pagándole el sueldo, que ya era elevado, pues mi abuelo le había ido añadiendo trienios y complementos como a los demás, o sea como si hubiera tenido apellidos y carné; lo mismo que si existiera oficialmente. Remigio correspondía acudiendo a diario a la empresa, y haciendo, a pesar del reuma, los recados de confianza.

Por entonces el importe de la nómina, que ya era mensual y de gran montante, llegaba siempre en la furgoneta, y un día unos ladrones la atracaron y se llevaron todos los cuartos. Remigio estaba apenado por el nuevo patrón y por la empresa, que habían perdido el dinero, pero en el fondo sentía un regusto de orgullo, pues muchos compañeros le dijeron: «Remigio, esto contigo no pasaba, ¿verdad?». Y ciertamente nunca había ocurrido en más de cuarenta años.

Una lluviosa y fría mañana de invierno nadie vio a Remigio a las ocho de la mañana en la puerta de la empresa. No hizo falta averiguar nada. Todos sabíamos que había muerto.

Lo que no sabíamos era dónde. Después nos llegaron noticias de que había sido en su catre de la calle Salsipuedes. En su armario, en el viejo mono azul que había usado antaño, apareció una cartilla de ahorro con varios millones de pesetas y una nota en la que decía que se lo dejaba todo a la Cocina Económica.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Octubre de 2007.

domingo, 21 de octubre de 2007

Don René

Don René paseaba siempre cabizbajo por las calles de Oviedo. Caminaba despacio, mirando para el suelo, como si le costase mucho trabajo andar, como si fuera siempre subiendo una empinada cuesta.

Sin embargo, no era viejo; andaría por los 60 largos, y gastaba sombrero, bastón y un gran bigote rubio que podía hacer sospechar su origen extranjero. En efecto, don René había nacido en Francia y había sido empleado de oficina y concejal de su pueblo, allá por la Borgoña, una tierra excepcionalmente rica en viñedos, cereales y vacas. En la II Guerra Mundial, cuando la ocupación alemana, René, que no era hombre luchador, sino más bien acomodaticio, se fue plegando progresivamente, y casi sin darse cuenta, a las sutiles pero firmes exigencias nazis, con lo que al poco tiempo se encontró ocupando el lujoso sillón de alcalde del pueblo, obviamente gracias al apoyo de los invasores, que eran los que mandaban. Aunque procuró ayudar a sus vecinos y hacer más llevadera la ocupación templando gaitas, para la resistencia no era sino un colaboracionista traidor al que habría que ajustar las cuentas a su debido tiempo. Ese momento llegó poco después, con la victoria de los aliados, el derrumbe del Ejército nazi y la triunfal entrada en Francia del general De Gaulle. Entonces, René se vio perdido. En algunos pueblos y ciudades la pena que se imponía a los que habían colaborado con los invasores y con el régimen de Vichy era la capital. Los patriotas que habían sufrido atropellos durante la ocupación, que eran muchos, estaban engrasando y afilando la guillotina, y algunos parecían sentir más deseos de venganza hacia sus vecinos franceses colaboracionistas que hacia los propios ocupantes alemanes.

Por todo ello, René cruzó apresuradamente los Pirineos en compañía de su mujer, Odile, que tenía una abuela ovetense. Con ella había Odile aprendido el castellano de niña, lengua que después había enseñado a sus dos hijos. Incluso, sabía algunas frases en bable que sonaban curiosas con el ligero acento francés de la señora. Cuando llegaron de Francia, Oviedo les pareció una ciudad tranquila y muy alejada de la política internacional. Franco, que había sido gran amigo de Petain, toleraba esas esporádicas inmigraciones francesas.

Pero René no se recuperaba anímicamente. Había salvado el pellejo, pero se encontraba desterrado. Así como su mujer y sus hijos enseguida se integraron y comenzaron a dar clases de francés para ganarse la vida, René era incapaz de dar un palo al agua. No parecía tener interés en aprender la lengua de su nuevo país, quizá porque no tenía fuerzas. Estaba débil y triste. Se sabía despreciado por sus compatriotas y eso le deprimía. Se sentía incluso acomplejado ante su propia familia, que hablaba perfectamente el castellano y hacía, por tanto, amigos y ganaba el dinero que necesitaban para vivir. Para colmo, René enfermó. Se fatigaba excesivamente al subir escaleras y el médico le diagnosticó una insuficiencia cardiaca. Su corazón estaba también desanimado, flojo, débil. A René no le extrañó nada el diagnóstico. Tenía que tomar a diario unas gotas y también le aconsejaron perder peso y caminar. Por eso René salía todas las mañanas a vagabundear por Oviedo. La parte vieja, la Catedral, el Campo San Francisco, los Pilares… Le gustaban también las estaciones. Iba primero a la del Vasco y cuando se cansaba pasaba a Económicos, aunque su preferida era la del Norte. Allí escuchaba los ininteligibles avisos de los altavoces, observaba a los viajeros y se hacía la ilusión de que cogía el tren y viajaba a su amado país. Paseaba por los andenes con la secreta esperanza de encontrar a algún compatriota que llegase a Vetusta desorientado; así tendría la ocasión de charlar con él, acompañarle y servirle de guía si lo precisase. Pasado algún tiempo, quizás empujado por la nostalgia, René quiso volver a Francia, aunque fuera sólo unas semanas como turista, pero su familia no se lo permitía. Temía que le detuviesen y encarcelasen, lo que hubiera sido su muerte segura.

René, cuando llevaba ya dos años en Oviedo, empezó a notar una tristura insuperable, al tiempo que un irracional miedo al futuro. De nada servía que sus hijos estuviesen bien considerados como profesores de francés, que su esposa se sintiera a gusto en España y que la economía de la familia mejorase lenta pero progresivamente. René sólo sentía ganas de llorar, sin saber muy bien por qué.

Una mañana, paseando por las afueras de la ciudad, René vio un árbol robusto, de ramas bajas, no muy grande, al que parecía fácil subirse. Incomprensiblemente sintió deseos de trepar por él, de sentirse por encima de los demás, de ganar altura. Lo intentó y vio que sin dificultad podía acceder a una gruesa rama apta para sentarse. Eso hizo, y allí, a dos o tres metros sobre el suelo, permaneció un buen rato sentado en la rama, dudando entre tirarse de cabeza y acabar con todo o bajar con cuidado y seguir viviendo. Recordar por un instante su mocedad, verse un momento a cierta altura por encima de la gente y haber conseguido trepar hasta la rama, por inútil que pudiera parecer la minúscula hazaña, le había dado una mínima dosis de confianza en sí mismo, una pizca de alegría y hasta un escrúpulo de euforia. Poco pero suficiente.

«Mañana volveré a subir», dijo para sus adentros, mientras, ya en tierra firme, se sacudía suavemente la culera del pantalón.

Publicado en "La Nueva España" el 21 de Octubre de 2007.

viernes, 19 de octubre de 2007

Neuroeconomía

Aunque el nombre suena raro, el asunto está de moda. En el fondo, es justo lo que me parece que está Vd. pensando, una especie de aplicación de la neurología a la economía clásica o, quizá mejor, a las decisiones económicas. Esta ciencia trata de aplicar muchos conocimientos psicológicos y algunos neurológicos para saber por qué se toma una decisión y no otra, e incluso para saber en qué parte del cerebro se gestó la mencionada decisión. En la nueva disciplina pueden estar implicados economistas, ingenieros, neurólogos, psicólogos, neurorradiólogos, etcétera.

Como tantas veces ocurre en el costoso camino del conocimiento humano, el punto de partida fue una observación empírica: las decisiones que tomamos en relación a nuestra economía, tanto si afectan a un bolsillo escaso, particular y pobre, como a uno financiero e industrial millonario, no siempre las adoptamos conforme a la lógica, a la razón, a la teoría económica ortodoxa, sino que, en ocasiones, difieren de ellas y parecen estar influidas por otros factores no siempre fáciles de descubrir ni sencillos de interpretar.

Todo el asunto se ve más claro con algunos ejemplos ya clásicos en la teoría de juegos, como el siguiente:

Un primer jugador A debe hacer una propuesta a un segundo B sobre cómo podrían repartirse 10 euros entre ellos (por ejemplo, 7 euros para el primero y 3 para el segundo). El papel del segundo jugador se limita a aceptar o rechazar la propuesta. Si la acepta, cada uno de los jugadores recibe la cantidad acordada, pero, si la rechaza, los dos jugadores se quedan sin nada. Con otras palabras, para que A reciba los diez euros, una parte, la que sea, ha de ir a parar a B. En resumen, B ha de aceptar algo de A, aunque sea poco, para que A reciba los diez euros y puedan repartírselos.

En pura teoría económica y racional, el jugador B debería aceptar cualquier cantidad antes de negarse en redondo. Por ejemplo, podría pensar que un euro es mejor que nada, y alguna parte de su cerebro racional y organizativo (con toda probabilidad las áreas prefrontales, típicamente humanas) le estarán diciendo: «coge un euro, no lo pienses más, y lárgate a tomar gratis un café». Pero también es posible que las mismas áreas le digan: «No aceptes menos de dos euros, que no sería mal reparto; él aún tendría ocho y tú podrías tomar el café con un buen bollo».

Pero, claro, el cerebro no consta sólo de áreas prefrontales lógicas, racionales y previsoras. La evolución le ha dotado también de un cerebro profundo, filogenéticamente antiguo, similar al de los animales superiores, donde anidan los instintos, las pulsiones, los sentimientos primitivos, las tendencias, los afectos, el humor, las pasiones, etcétera.

Y estas áreas primitivas también tienen voz y voto, y pueden susurrar al oído de algunos: ¿por qué ese tío va a ganar más que tú, si tenéis el mismo derecho? Si tú quieres, él no gana nada, de modo que lo correcto sería repartirse los diez euros a partes iguales. Tienes exactamente el mismo poder que él tiene, de modo que cinco euros para cada uno sería lo correcto. Cualquier otro arreglo es injusto, ¿qué se habrá creído ese tipo? No aceptes en ningún caso menos de cinco euros.

Parece claro que al introducir el concepto de justicia sobre el de mero interés, la cosa se complica, pero probablemente ése es el meollo de la cuestión, pues el interés es cuantificable («más vale un euro que nada»), en tanto que la justicia personal no lo es, o lo es difícilmente.

O rompemos la baraja

El caso es que mientras la teoría económica racional indicaría que lo ideal es cualquier acuerdo, si Vds. hacen la prueba con sus hijos, o con sus compañeros de oficina, encontrarán a muchos que, utilizando preferentemente el cerebro profundo antes que la corteza prefrontal, les responderán: hombre, mira qué bien, nueve para ti y uno para mí, ¿por qué no lo hacemos al revés? En esas condiciones no quiero trato.

Puede ocurrir que un jugador B, al escuchar una oferta baja, en vez de pensar que va a recibir algo sin ningún esfuerzo, se sienta, por el contrario, «poco valorado» o incluso «humillado». Y entonces es cuando soltará ese dicho tan español y (yo creo que) tan estúpido: aquí o jugamos todos o se rompe la baraja. Digo estúpido porque la baraja no tiene culpa ninguna, y destruirla equivale a quedarse sin ella y no poder jugar ya nunca más a nada.

España debe de ser el paraíso de los jugadores B, quizá por el carácter envidioso que se nos atribuye. Me viene a la memoria el antiguo y conocido cuento en el que un rey le dice a uno de sus cortesanos que le daría lo que le pidiese, con la condición de que a otro de sus nobles caballeros, envidiado por el anterior, le daría el doble. Pidió entonces el primero que le sacasen un ojo, con lo que el otro caballero se quedaría ciego. Hay una variante aún más negra, en la que pide que le saquen un ojo y le corten una pierna. Así el otro queda ciego y sin piernas. ¡Verdaderamente aleccionador!

Menos mal que uno de los proverbios de don Sem Tob (nacido en Castilla, pero de estirpe judía) nos redime:
«Qué venganza pudiste
haber del envidioso
mayor que estar él triste
mientras tú estás gozoso».

Pero, volviendo a nuestro tema, ésta es la realidad: en muchas decisiones económicas no sólo influye lo racional, sino otros factores, quizá más próximos a las ciencias neurológicas y psicológicas que a la matemática o a la lógica.

Parece probable que sentimientos como los de justicia, igualdad, venganza, etcétera, puedan limitar y hasta cambiar las decisiones racionales lógicamente esperadas. Quizá las ofertas muy bajas del jugador A despierten en el jugador B reacciones de enfado, tal vez por «sentirse humillado», aunque -bien mirado- lo único que se le ofrece es la posibilidad de recibir algún dinero sin contrapartida alguna, por lo que, en buena lógica, debería sentirse antes agradecido que molesto.

Pero no siempre es así, lo que se comprueba haciendo que los mismos jugadores «B» tengan que ponerse de acuerdo con un ordenador, que actúa como jugador «A». En este caso, el índice de aceptaciones de ofertas bajas es mucho más alto que si el jugador A es una persona, probablemente porque no vale la pena enfadarse con una máquina, que carece de «malas intenciones». Nadie va a «sentirse humillado» por una computadora.

Muchos de estos juegos se han desarrollado al tiempo que se practicaba una resonancia magnética funcional sobre el cerebro del jugador, lo que permite ver las áreas cerebrales implicadas y activas en estos procesos de confianza, desconfianza, disgusto, satisfacción, etcétera, lo que ha permitido localizar esas áreas. También se ha practicado a los jugadores análisis de oxitocina, una hormona hipotalámica que parece implicada en la conducta social del individuo, el proceso del parto, la lactancia, el afecto maternal, la fidelidad y el enamoramiento. Los niveles de esta hormona ascendían notablemente cuando había confianza y buena relación, lo que, además, favorecía las ganancias.

En resumen, que eso de la neuroeconomía, aunque puede sonar un poco extraño, parece un campo interesantísimo que ayudará a que podamos cumplir -científicamente- el «nosce te ipsum» de los clásicos.

Publicado en "La Nueva España" el 19 de Octubre de 2007.

domingo, 7 de octubre de 2007

Delfina, «la garduñera»

Delfina Quidiello Piñeres era una mujer de aldea, que contaba más de setenta años pero que mantenía el ánimo vivo, la cabeza despejada y el reuma a la mayor distancia posible. El mote le venía por parte de marido. Su llorado Antón (q. e. p. d.) tenía la costumbre, la paciencia y la habilidad de hacer garduñes de gran calidad, que lo mismo apresaban un mirlo que un palomo, siempre con mucha eficacia y seguridad, por lo que eran apreciadas en toda la comarca, mayormente en la cuenca alta del río Braña, en el concejo de Aller. Delfina, algunos días, bajaba a venderlas al mercado, y de ahí salió el apodo y también algunos duros que le servían para comprar el vino y los pocos alimentos que no tenían en la aldea.
Cuando finó Antón, Delfina siguió con la casería, pero pronto vio que era mucho para ella sola. También vio que con la pensión de viuda y trabajando un poco en la huerta podía vivir sin agobios, con lo que cambió las vacas por una lucida cartilla de ahorros, que es más fácil de ordeñar, no da olor y no se queda preñada.
Delfina tenía dos pequeñas pasiones: el pote de berzas con abundante gochu y las fiestas de San Mateo con abundante sidra. La primera le había reportado un sobrepeso de más de veinte kilos, que llevaba con resignación y sorprendente agilidad, y la segunda algunas amistades en la capital, que venían ya de su época de casada. Después, cuando enviudó, mantuvo la sana costumbre de festejar a San Mateo en Oviedo al menos durante media semana. Disfrutaba paseando por la ciudad, reviviendo amistades, viendo escaparates y comiendo finezas en la sidrería en la que se alojaba todos los años, ya desde antiguo. Para que su estancia no fuera sólo lúdica, hacía una respetuosa visita a la catedral y oía misa con mantilla el día del santo. Lo tenía todo como una honrosa tradición, a la que no quería ser infiel por nada del mundo.

El año pasado, como de costumbre, Delfina, cogió su bolso de mano y un pequeño maletín, cerró su caserío y bajó andando al pueblo. Fue derecha a la sucursal de la Caja de Ahorros, le dio un buen meneo a la cartilla y, con los euros frescos, se subió al autobús. Ya en la capital, se dirigió a la sidrería de la parte antigua, donde siempre se alojaba. Allí empezó su particular fiesta, con unos culinos y una buena merluza, de las que escaseaban en la aldea.

Todo iba bien hasta que una mañana, paseando por una calle poco concurrida próxima a la Catedral, se le acercaron dos mozalbetes y le preguntaron si sabía dónde quedaba la Estación del Norte. Delfina, con algunos apuros, trató de explicárselo, y cuando estaba descuidada intentando hacerse entender, uno de ellos le sacó el bolso del antebrazo mediante un hábil y brusco tirón y salió corriendo, seguido de su compinche.

Imposible describir cómo se quedó Delfina. Primeramente asustada y desconcertada. Inmediatamente después, muy deseosa de perseguir a los ladrones, aun sabiendo que sería inútil. Más tarde, indignada y rabiosa. Finalmente, llena de angustia y temerosa de lo que se le avecinaba.

En unos segundos se había quedado sin dinero, sin documentación, sin las llaves de su casa, sin su cartilla de ahorros… No tenía ni para pagar la pensión, ni siquiera para volver a su aldea. Sintió unas irreprimibles ganas de llorar, y las lágrimas brotaron silenciosas y abundantes.

A Delfina, en un momento, se le acabó la fiesta y se le presentó un calvario. No tenía muy claro qué hacer. De momento, pediría ayuda y consejo a sus amigos de la sidrería-pensión en la que se hospedaba. Después tendría que ir rehaciendo los documentos robados, lo que implicaba viajes, esperas, trámites, peticiones, etcétera.

Estaba desolada. Llorosa, caminaba sin rumbo. Le apetecía mucho un café, pero no podía pagarlo. Llegó así a la plaza Mayor, donde había un gran gentío escuchando, en relativo silencio, a alguien que hablaba desde el balcón del Ayuntamiento. Delfina no prestaba atención y caminaba desconsolada con la mirada perdida cuando vio, a pocos metros, a los dos jóvenes que le habían robado el bolso apenas una hora antes. Escuchaban tan tranquilos al orador del balcón. Delfina se dirigió a ellos y comenzó a gritar, a exigir que le devolvieran el bolso y a llamarlos ladrones, canallas y sinvergüenzas. Pero los mozalbetes no se movieron y dijeron cínicamente:

-Señora, cállese, que no nos deja oír. Nosotros no la conocemos de nada

Delfina seguía gritando, y como la gente pedía silencio, se acercaron dos de los muchos guardias que por allí estaban, lo que aprovechó Delfina para decirles:

-Esos dos sinvergüenzas me acaban de robar mi bolso, con todo lo que tenía

-Esta señora está loca. No la hemos visto jamás -dijeron los jóvenes.

Los guardias no sabían qué hacer, pero como los muchachos estaban quietos y callados, y la que daba gritos, no dejaba oír y formaba el tumulto era Delfina, la cogieron entre dos y la apartaron de allí, llevándola a un portal próximo para que no molestase a los que escuchaban.

Delfina, que era fuerte y voluminosa, a toda costa quería ir a recuperar su bolso, y forcejeaba con los guardias, que apenas podían sujetarla. Uno de ellos dijo:

-Señora, o se está quieta o la llevamos detenida.

Pero la pobre «garduñera» veía claro que la única posibilidad de recuperar su dinero, sus documentos, las llaves de su casa, etcétera, pasaba por trincar a los ladrones, y por ello seguía gritando e intentando escapar. Los guardias, entonces, no sin dificultad, lograron esposarla. A Delfina, cuando se vio así tratada, se le cayó el mundo encima. No entendía nada. Dejó de gritar y entró en una súbita depresión. Resignada, se quedó en silencio. Un silencio desesperado.
Así la llevaron al cuartelillo. Allí uno de los jefes escuchó su relato y le pareció verosímil. Pensó que la pobre señora decía la verdad. Le retiró las esposas y le pidió que describiera a los asaltantes de la manera más exacta posible.
Delfina le miró como se mira a un tonto:

-¿Usted cree que servirá de algo que le dé ahora la descripción, cuando hace pocos minutos estos guardias los han tenido delante y no hicieron nada para detenerlos?

El comisario no supo qué contestar. Delfina, con gesto escéptico, firmó la denuncia, se dio media vuelta y, decepcionada, abandonó la ciudad con sus fiestas para no volver jamás.

Publicado en "La Nueva España" el 7 de Octubre de 2007.