domingo, 29 de julio de 2007

Don Otto

La primera parte de la historia me la contó la portera de la finca. De la segunda me enteré por mis propios medios, como ahora diré.

Yo era entonces un joven animoso con ganas de aprender. Había visto en el periódico un anuncio en el que ofrecían clases particulares de alemán y para allá me fui. En su casa, un buen piso del Madrid de entreguerras, conocí a don Otto. Era un hombre de unos sesenta y pico años, más bien alto, de ojos azules y bigote canoso. Tenía pinta de alemán con cierto estilo. A mí, claro, me pareció un hombre ya mayor, porque yo andaría por los veinte, pero ahora veo que el profesor estaba aún muy lejos de ser un anciano. Tenía buena planta, un porte digno y parecía acostumbrado a mandar.
Nos caímos bien, según creo. Ajustamos el precio de las lecciones y empecé a frecuentar su casa. Era un profesor mediocre. Se veía que aquello no era su oficio, pero ponía cierto interés en las clases, tampoco mucho. Una tarde, apenas transcurridos quince días del primer mes, me preguntó suavemente:

-¿Ha traído mi dinero?

Me quedé un poco sorprendido; incluso durante un instante no supe a qué dinero se refería. Estaba tan acostumbrado a pagar las clases a final de mes que tardé un segundo en darme cuenta que tendría que referirse al de las clases. Quizás en Alemania se pague por adelantado, pensé.

-No, pero se lo traigo el próximo día.

-Bien, bien.

Efectivamente se lo llevé en un sobre. Lo abrió para contarlo, sonrió satisfecho y lo guardó cuidadosamente. Creo que aquella clase la dio con algo más de interés. Cuando salía del edificio me paré un momento en el portal porque empezaba a llover. El cielo se había puesto negro casi de repente y caían ya gotas como avellanas. Mientras me ponía la gabardina oigo a la portera decir por lo bajo:

-Va a llover más que cuando enterraron a «la Pelitos».
Miré hacia ella y le dije directamente:

-¿Y quién fue «la Pelitos»?

La portera no sabía mucho de la chica. Creía recordar que había sido una pelandusca famosa, que frecuentaba la zona de Embajadores, y poco más. La inmortalidad se la dio el aguacero que deshizo su entierro, que llegó a causar inundaciones. Parece que en el Madrid castizo era una frase hecha. Ese tema, y los chuzos que caían, nos dieron pie para empezar a largar. Siempre he pensado que eso de ver y oír llover a cántaros proporciona cierta intimidad al ambiente. La portera se explayó. Sabía bastante más de don Otto que de «la Pelitos». El alemán había llegado al piso que habitaba cuando aún vivía la anterior dueña, doña Rosario. Era ésta una señora viuda, piadosa y con un buen pasar. No tenía familia y vivía sola en el piso que había comprado el matrimonio cuando se hizo el edificio, allá por los años veinte. En la guerra, un bombardeo la había dejado viuda. Con piso en propiedad, pensión algo más que mediana y sin ningún vicio dispendioso, doña Rosario vivía estupendamente, aunque muy sola. Frecuentaba la parroquia, por hacer beneficencia, y allí conoció «al alemán», como con un retintín de menosprecio decía la portera. Parece que él iba por allí para recibir caridad, pues no tenía oficio ni beneficio. El párroco solía darle de comer caliente y hasta alguna chaqueta o traje en buen uso. Don Otto y doña Rosario intimaron y, a pesar de que ella era varios años mayor que él, pronto se casaron, pues la viuda lo quería todo por lo legal y por la iglesia.

Como no paraba de llover, la portera siguió pegando la hebra, y yo escuchando embelesado. La mujer tenía innegables dotes de narradora.

«Yo creo que al principio él estaba feliz y no me extraña. En unos días pasó de ser casi un vagabundo a vivir como un señor: piso bueno, comida excelente, ropa limpia, ¿qué más se puede pedir? Ella también estaba contenta, pero ya sabe Vd. lo que pasa, que al mejor vivir, morir. Quiero decir que algunas veces cuando uno está mejor y empieza a disfrutar de la vida, llega -inesperada- la muerte. Y eso le ocurrió a doña Rosario, que estaba encantada con la compañía de su nuevo marido, y la pobre se murió en tres meses. Y aquí le tienes al alemán, dueño ahora de un magnífico piso, pequeño, pero caliente, céntrico y bien construido, ¿qué le parece? La de vueltas que da la vida, ¿verdausté?».

-Y de dónde salió este señor, pregunté.

-Eso no lo sé. Yo lo conocí cuando empezó a salir con doña Rosario, y por entonces no tenía ni dónde caerse muerto. Ya digo que iba por la parroquia a recibir caridad. Debió de venir de Alemania, claro.

La conversación se iba agotando al tiempo que escampaba, lo que aproveché para marcharme.

Indagaciones

No volví a pensar en el asunto hasta casi un mes más tarde. Don Otto tenía la costumbre de levantarse en algún momento de la clase. Un día dijo a modo de explicación:

-Perdona, tengo que ir al baño; es la próstata.

Siempre tardaba cinco minutos por lo menos, tiempo que yo aprovechaba para fisgar en sus libros, diarios y álbumes de fotos que andaban por allí cerca. Así me enteré de que don Otto había sido un destacado piloto de la Legión Cóndor; había participado en los bombardeos de pueblos y ciudades de la España republicana en la guerra civil y después en los de la Gran Bretaña, durante la segunda mundial. Al desplomarse el III Reich no tenía donde ir, sus ahorros en marcos no valían nada y su vida corría serio peligro. Recordó que en España le habían tratado bien, el Gobierno no era hostil y hasta había hecho algún amigo, con lo que se vino para aquí.

Día a día -clase a clase- iba enterándome de su vida en los cinco minutos de la pausa. Cuando oía que sus lentos pasos se acercaban, volvía a colocar el libro donde estaba; don Otto entraba y reanudábamos la lección. Me faltó averiguar las peripecias de sus primeros años en España, pero como ya digo que no era buen profesor, dejé las clases en seguida. Entre mis averiguaciones y el completo informe de la portera, ya me había hecho una idea de su curiosa vida.

Publicado en "La Nueva España" el 29 de Julio de 2007.

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